Frank Sinatra

En 1953, contra todo pronóstico, Frank Sinatra protagonizó una resurrección artística como nunca antes se había visto en el show business. Una resurrección que, sin embargo, no siempre sería recordada como fruto de su talento y esfuerzos, sino como algo más turbio. Los hechos son que al cantante le llegó la noticia de que Columbia Pictures iba a adaptar a la gran pantalla el gran éxito de James Jones De aquí a la eternidad, una novela ambientada en los días previos al ataque japonés a Pearl Harbour. En ella aparecía el personaje de un soldado dicharachero y vividor, Angelo Maggio, con el que Sinatra se sintió inmediatamente identificado. Intentó por todos los medios que el presidente del estudio, Harry Cohn (apodado “King Cohn” por su poder y su enérgico carácter) le diese una oportunidad, pero ni el magnate ni el equipo técnico de la película estaban dispuestos a poner en peligro una producción con tan buenas perspectivas. Sinatra no sólo estaba acabado, sino que además, al verle en el cartel, el público podría pensar que se trataba de un musical. Eli Wallach ya había hecho una excelente prueba para el papel, con lo que había poco más que pensar. Todo intento por conseguir convertirse en Maggio parecía inútil.

Pero Frank no se rendía tan fácilmente. Rodar un buen guión a las órdenes de Fred Zinneman y en compañía de actores como Burt Lancaster y Montgomery Clift podía darle una segunda oportunidad a su carrera. Comenzó entonces una campaña de promoción que habría sido el honor de los mejores días de activista política de Dolly Sinatra. Y lo hizo él solo. “En aquellos días los amigos volvían la cara para evitar decirte que no si les pedías un favor –recordaría años después-. ¿Quién diablos se creían? Cuando era popular no cabían en un teatro todos los que se decían mis amigos, y después no había quien se sentase en la barra de un bar conmigo”.
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Dispuesto a salir del atolladero, Sinatra se dedicó a mandar telegramas a Harry Cohn, al productor de la película, Buddy Adler, y al guionista, Daniel Taradash, en el que decía sencillamente “Sinatra es vuestro hombre”, y firmaba: Angelo Maggio. Pero la campaña no funcionaba. Incluso Ava Gardner trató de convencer a Cohn prometiéndole rodar una película para su estudio. Pero el empresario, consciente del buen uso que la Gardner hacía de sus armas de mujer, y ante la resistencia de ésta de poner por escrito ese acuerdo, se mantuvo en su negativa.

Desanimado, Frank se fue con Ava a África, donde la actriz iba a rodar Mogambo a las órdenes de John Ford. Allí recibió un telegrama de Cohn: si volvía a Los Ángeles costeándose el viaje estaba dispuesto a hacerle una prueba. Wallach había rechazado el papel en el último momento para trabajar con su amigo Elia Kazan, y Fred Zinnemann había planteado darle una oportunidad a Sinatra para demostrar si realmente era tan afín al personaje. Lo era de tal modo que para esa prueba no quiso leer el guión, sólo pidió unas pocas directrices sobre las que elaborar su interpretación. El papel era suyo.
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La noche del 25 de marzo de 1954, en la gala de entrega de los Oscars, Frank Sinatra no estaba acompañado de su esposa, Ava Gardner, ni de ninguna atractiva compañera de reparto. A su lado, en la parte posterior del Pantage Theater, en Los Ángeles, estaban sentados los pequeños Frankie y Nancy Sinatra. Para Frank, aquello era demasiado importante como para no vivirlo en familia. Tenía trenta y ocho años, pero estaba nervioso como un niño. Aquella figura de menos de cuatro kilos de peso y un escueto baño de oro significaba mucho para él. Significaba el respeto y la consideración de sus compañeros. Significaba volver a ser alguien. Significaba volver a vivir. 

Era la segunda gala de esos premios cinematográficos retransmitida por televisión. En esas imágenes podía verse el rostro iluminado y eufórico de la actriz Mercedes McCambridge al anunciar, como ganador del Oscar al mejor actor secundario, a Frank Sinatra. Todo el auditorio se puso en pie, proporcionándole una ovación como pocos habían arrancado hasta el momento en aquel foro. Frank tenía que recorrer un largo pasillo para llegar al escenario, y no estaba dispuesto a tardar demasiado. Sonriente, y tras besar a sus dos hijos, echó a correr mientras recogía los saludos y vivas de sus colegas. Al recibir la estatuilla era evidente la emoción en su gesto.


Pero los periodistas que habían hecho la guerra a Sinatra unos años atrás seguían estando contra él, y no tardaron en sacar a relucir sus relaciones con la Mafia como explicación de su inesperado regreso. Aquello duraría poco, porque en breve Frank Sinatra acapararía tanto poder que pocos eran los que se atrevían a seguir hablando mal de él. Quince años después, la publicación de la obra de Mario Puzo El Padrino, reavivó el debate sobre la forma en la que Frank consiguió el papel de Maggio. En el libro, Johnny Fontane es un cantante y actor italoamericano, ídolo de quinceañeras en horas bajas, al que las cosas no le van demasiado bien. Acude entonces a don Vito Corleone, su padrino, para que le ayude a conseguir el papel protagonista en una película bélica a punto de rodarse, con la que podría recuperar el éxito perdido. Sin reparar en medios ni formas, el mafioso logra su objetivo. En compensación, “el padrino” acude después en varias ocasiones al cantante para que le haga a su vez algunos favores. Cuando el libro se publicó, en 1969, Sinatra montó en cólera. Aunque sus más allegados le animaron a no preocuparse, era evidente que todos pensarían en él al leer la obra. Cuando Coppola llevó la historia al cine (con el cantante Al Martino encarnando al personaje), la cosa empeoró. Conociendo el carácter de Frank no es difícil imaginar lo que hubiera hecho con Puzo de no haber tenido quien lo retuviera.

Pero eso pasaría muchos años después. Aquella noche, en el Pantage Theater, rodeado de su familia y amigos, Frank Sinatra sólo pensaba que lo había conseguido. Ese Oscar era el broche perfecto para un regreso que se había cimentado un año atrás, cuando en abril de 1953, tres meses antes de que se estrenase De aquí a la eternidad, Capitol Records le ofreció al posibilidad de fichar con ellos para iniciar una nueva carrera musical. En otoño de ese mismo año se agotaban las entradas para verle cantar en el Riviera, un local de Nueva Jersey. El propio Sinatra se encargó de escoger a su telonero, el humorista Joey Bishop, un joven al que había conocido en el Latin Quarter de Nueva York y que se encargó de preparar al público para recibir al artista. “Fue una actuación apoteósica la de aquel primer día en el Riviera –evocaría Bishop-. Frank cantó las notas justas, con el feeling apropiado. Fue electrizante”. Once mil personas llenaban el local, y habría muchas más los siguientes días. Sólo había libre un asiento, el que debía ocupar Ava Gardner.
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Tal vez podría pensarse que a esas alturas la relación de la pareja resultaba ya insostenible. En realidad no era muy diferente de como había sido siempre. Arrebatos de pasión y arrebatos de odio. Frank cogió un avión desde Los Ángeles a Madrid cuando se enteró que Ava estaba teniendo un romance con el torero Mario Cabré. Estuvo a punto de liarse a puñetazos con él. Aquella noche hicieron el amor hasta bien entrada la mañana, y lo que debía ser un almuerzo-intermedio antes de otra sesión de sexo incendiario se convirtió en una violenta despedida. Otra más. Para Ava, la señal definitiva fue cuando se quedó embarazada de Frank. Quería abortar, aunque él no lo aprobaba. Al final, un accidente durante el rodaje de Mogambo le ahorró la elección. Ava sabía que Sinatra nunca daría el paso, así que a mediados de 1954 comenzó ella misma los trámites de divorcio. Tal vez si lo hubiese hecho dos años antes, Frank hubiese sido más persistente a la hora de quitarse la vida. Ava era su gran amor, tanto en los momentos dulces como cuando ella le humillaba a causa de su fracaso artístico. Ahora que volvía a triunfar, se marchaba. No estaba dispuesta a asistir al desfile de amantes que se preparaba, ni tenía ganas de mantener más disputas a causa de sus propias infidelidades. El matrimonio tardaría tres años en estar legalmente disuelto, y cada uno encontraría compañía mucho antes. No obstante, Ava no volvería a casarse nunca más, mientras que Frank mantendría su casa llena de fotos de la actriz incluso durante su matrimonio con Mia Farrow, quince años después.

La melancolía de aquella ruptura se reflejó en la producción musical de Frank Sinatra. No en vano, Capitol Records le había dado plena libertad a la hora de trabajar sus grabaciones. Tenía su lógica. Después del desarrollo vocal que representó en los cuarenta, Sinatra había protagonizado una nueva revolución en los cincuenta con su concepción de los discos de larga duración. En los ocho años en los que Frank Sinatra estuvo bajo contrato de Capitol, lanzó 16 álbumes (al margen de sencillos, bandas sonoras y grabaciones en directo) que serían catalogados con el paso de los años como trabajos precisos y detallistas, piezas maestras de la historia de la música del siglo XX. Sin rubor alguno, los mejores vocalistas de su época reconocerían a Frank el camino abierto. Y en ese trabajo tuvo mucho que ver el arreglista y compositor Nelson Riddle.
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Al fichar por Capitol Records Frank se planteó hacer algo diferente. Se consideraba un cantante excepcional, con un dominio de la voz que todos alababan. Su proyecto ahora era lograr que sus discos de larga duración (formato que comenzó a comercializarse en firme a finales de los cuarenta) fuesen algo más que meras compilaciones de canciones que habían aparecido previamente como sencillos, como era habitual. Sinatra solicitó como arreglista y productor a su habitual Axel Stordahl, pero éste seguía contratado por Columbia Records. Decidió entonces probar a Nelson Riddle, un autor de éxito de la posguerra que había hecho un trabajo excelente con los discos más recientes de Nat King Cole.
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Juntos, Sinatra y Riddle pensaron en sacar el máximo partido a la sucesión de canciones que permitía el LP, una sucesión que debía crear un clima determinado en el oyente, un sentimiento. Para ello, no sólo debían cuidar que cada canción conectase bien melódicamente con la anterior, sino que además respetase un tema común. Surgió así la idea del álbum conceptual. El primero de ellos, Songs for young lovers, editado en enero de 1954, fue un gran éxito, y permitió a Frank recuperar la confianza de su público habitual. Así, uno tras otro, se sucedieron los trabajos de ritmo alegre, con historias de parejas felices, viajeras y bailarinas (Swing easy, Songs for swingin’ lovers, Come fly with me, Come dance with me…), junto a otros de tono melancólico, que hablaban de soledad y corazones destrozados, o bien de amor íntimo, casi susurrado (In the wee small hours, Close to you, Only the lonely, No one cares…). En todo caso, siempre se trataba de proyectos entusiastas y brillantes, de una vitalidad rabiosa, fiel reflejo al fin y al cabo de un Frank Sinatra que, en años como 1956 o 1957, llegó a pasar por el lecho de mujeres como Judy Garland, Lana Turner, Kim Novak o Lauren Bacall.
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Al margen a Riddle, Frank trabajó también con otros arreglistas durante aquel periodo, como Gordon Jenkins y Billy May, pero con ninguno alcanzó las cotas de genialidad que firmó junto a Nelson. Todos coincidían no obstante en afirmar que era difícil encontrar a un vocalista más implicado que Frank en el resultado final de un álbum. Nadie difundió como él las “canciones de salón”, baldas íntimas y melancólicas, características de bares y salones de hotel, y que Frank elevó a la categoría de clásicos (piezas como 'One for my baby (and one more for the road)' o 'Angel eyes'). No sabía leer una partitura, pero había alimentado un instinto y una percepción infalibles, que le animaban a plantear todo tipo de propuestas a la hora de desarrollar los arreglos, el ritmo o el clima. Que muchos músicos y directores de orquesta llegasen a considerarlo un maestro de la concepción musical es una buena muestra del respeto artístico que logró granjearse.